Radar Político

La autodeterminación de Cataluña y el futuro de España.

Por Jorge Schmidt Nieto, Ph.D.

Medio millón de personas marcharon el 18 de octubre para repudiar las exageradas penas de cárcel que les impuso el Tribunal Supremo español a nueve líderes independentistas catalanes. La marcha fue la culminación de nueve años de protestas en Cataluña.

En el 2006, los catalanes aprobaron democráticamente una constitución regional nueva, llamada “l’Estatut d’autonomia.” La aprobó también el parlamento español. Sin embargo, a petición del propio gobierno, el Tribunal Constitucional invalidó varias cláusulas del estatuto en 2010. El tribunal decretó, entre otras cosas, que Cataluña no era una nación y que el gobierno español podía ponerle límites a su defensa del catalán. Ahí comenzaron las protestas. Un millón de personas se concentró en Barcelona, coreando “somos una nación, nosotros decidimos.” A ese descontento político, se le sumó el rechazo a las medidas económicas de austeridad que aplicó el gobierno español en ese momento. Se generalizó la percepción de que Cataluña había pagado una fracción desproporcionada de la crisis.

En ese momento no pedían la independencia. Ahora sí. Lo que pudo haberse negociado, se intentó reprimir. El 1 de octubre de 2017, más de dos millones de catalanes votaron y apoyaron con 90% la independencia. Esos números no se debieron haber ignorado. Es que el gobierno español aborda el problema como uno de orden público, que se vio amenazado con el referéndum del 1-O y con la declaración por el parlamento catalán de la República Catalana, aunque la suspendieran a los pocos días. Los partidos políticos españoles comparten esa perspectiva, en lugar de verlo como el descontento legítimo de un sector del estado español con el contrato social.

La mayoría de los catalanes percibe que el Tribunal Supremo encarceló la libertad de expresión, porque están presos por celebrar un referéndum, no por colocar bombas, armar una guerrilla, o robar fondos públicos. Fueron actos políticos, que el gobierno español consideró criminales. El manejo del reto catalán contrasta con el acercamiento de Canadá y Reino Unido. Ambos se arriesgaron y permitieron referéndums, que los independentistas perdieron por poco margen. Al ejercer el derecho a la autodeterminación, se disiparon las crisis. Lo mismo pudo haber ocurrido en España.

El llamado ha sido a la “movilización permanente.” Ya demostraron su capacidad organizativa al paralizar el aeropuerto y el puerto de Barcelona, segundos en volumen en toda España. Las escenas de violencia y destrucción de propiedad acapararon los noticieros, pero no eclipsaron las cinco marchas pacíficas, que reunieron a medio millón de personas y que se extendieron por decenas de kilómetros.

El problema catalán debe abordarse como un asunto político que no puede resolverse por la vía estrictamente legal y mucho menos por la fuerza. Debe indultarse a los presos catalanes y crear una mesa de diálogo entre la Generalitat y el gobierno español. La Unión Europea puede mediar para que se respete su Carta de Derechos Fundamentales. Debe negociarse también la celebración de un referéndum avalado por el estado. Lo demás sería continuar escondiendo la cabeza bajo la tierra, esperando que el peligro acabe solo.

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